sábado, 8 de enero de 2011

TITANIC






“El Hombre que pudo salvar el Titanic”

Es el océano quien nos elige. Y no hay vuelta atrás. En la mar, como en la vida, cada segundo es irreversible, y cuándo uno los empeña en la reconfortante y a la vez destructiva soledad de los océanos, el cuerpo empieza a descubrir que existen muchos más sentidos que los cinco que todos damos por certificados, y a desarrollarlos en detrimento de los demás.” Fragmento del libro del escritor Emilio Calle: “El Hombre que pudo salvar el Titanic” .

El 14 de abril de 1912, el océano engullía un coloso “insumergible” en misteriosas circunstancias. Han pasado 25 años desde que se encontraran sus restos en el fondo del mar y pronto habrán pasado cien años de esta asombrosa tragedia, en la que desaparecieron más de mil quinientas personas que se creyeron afortunadas de navegar en el viaje inaugural del Titanic. La realidad demostró que, sin saberlo, compraban un pasaje al horror, para una travesía eterna por la oscuridad total, un viaje helado y en picado al fondo del mar. Y no dejaron rastro… como si una maldición los atase a sus ropas y objetos, y al propio barco, mientras se precipitaban todos en las tinieblas, presos de la presunción de estrenar la maravilla flotante.

Cuando se cumplen 25 años del descubrimiento del Titanic en los fondos marinos y próximos al centenario de este acontecimiento que conmovió y aún conmueve al mundo, el escritor Emilio Calle ha publicado un maravilloso, impecable y apasionante libro bajo el título “El Hombre que pudo salvar el Titanic”, editado por el sello editorial Martínez Roca, de Ediciones Planeta Madrid.

Podría alabar este libro guardando silencio, tal emoción me embarga, pero el silencio no habla sino para mí y no puedo dejar de compartir la especial experiencia de su lectura con cuantos conmigo se relacionan por cualquier cauce. Estoy agradecida al autor por esta singladura sencillamente hermosa, un viaje a bordo de palabras que navegan un mar de poesía, de imágenes perfectas para describir mis sentimientos, posiblemente los de todos, mientras surcamos la vida entre tormenta y tormenta, muchas veces a punto de naufragar, pero saliendo a flote una y otra vez en la labor de vivir, enamorados y fascinados por los mil matices de la vida, insistiendo en la existencia conocida, que también nos recompensa con oleajes de belleza, de amor apasionado, de amaneceres y atardeceres enigmáticos, de percepciones extrañas, vislumbrando o al menos queriendo vislumbrar el sentido mágico de esta “derrota”, intuyendo a veces la inmortalidad o inventándola con tintes de eternidad, ilusionados en la mejor de las fantasías.

“El Hombre que pudo salvar el Titanic” puede salvarnos a nosotros mismos. Es un tratado “marítimo” sobre la culpa, sobre la magnitud y consecuencias de este innombrado y secreto undécimo mandamiento bíblico: “Te culparás”, que no estaría de más eliminar del glosario de las personas con buena conciencia y grabarlo a fuego en el de los inconscientes descerebrados que ejercen la crueldad en cualquiera de sus modalidades. Leer este libro ha sido un verdadero placer, contagiada por la universal fascinación por el Titanic y sus paralelismos con los hundimientos cotidianos en los mares personales.

Comparto con el Capitán del buque Californian, Stanley Lord, su convicción sobre la maldición que pesaba sobre el Titanic y los misterios que rodearon todo lo referente a él. Además le absuelvo de toda culpa por supuesta omisión de asistencia a los náufragos. Fue un barco maldito, destinado a mostrar descarnadamente la vanidad y osadía del hombre y la bajeza de su alma enfrentada a sus peores temores y pesadillas, la de desaparecer violentamente, sin dejar rastro, en abismos insondables, en este caso del océano, o lo que es lo mismo, del firmamento acuático. Multitud de personas prisioneras del coloso “insumergible” se perdían en las tinieblas irremediablemente enlazadas a él, como otras se hundieron y se hunden en la galerna que orquestan maléficos intereses creados, mentiras a conveniencia y juicios a sabiendas injustos, para satisfacer a monstruos de las profundidades que viajan abordo de la nave terrestre. Otras, se pierden en los propios vericuetos de la engañosa moral de su mente.

Este libro, en definitiva, es mucho más que una novela sugerente con fondo de mar, donde nos encontramos a J. Conrad. Aparte de ser fascinante por lo bien que documenta los misterios del Titanic y los detalles de su hundimiento, es un diamante con cada faceta bien tallada, hasta emitir mil luces a modo de mensajes brillantes que provocan la reflexión sobre la necesidad de hacer buen uso de la vida, donde cada segundo, como en la mar, es irreversible.


No me resisto a compartir con vosotros un fragmento del libro que os adelanto para que os deleitéis:


" Desde que nacemos nos enseñan a asumir culpas de las que ni siquiera tenemos noticia. La Justicia siempre nos vencerá porque hemos aprendido a aceptar nuestra culpabilidad sin importar que no nos corresponda. Y no seré yo quien proteste por ello. Si ese es su deseo, lo confesaré todo, absolutamente todo: fui yo quien saqueé el Edén de manzanas y lo podé de hojas de parra; yo maté a mi hermano porque no había nadie más para cometer el primer asesinato; yo tiré la primera piedra y enseñé a los demás que luego había que esconder la mano; yo hice de mi semejante un esclavo; logré que los dioses se arrepintieran de haberme creado porque saqueé sus posesiones; siempre he jurado en falso, sobre la Biblia o sobre cualquier otro libro, con tal de que fuera sagrado; mentí en cada beso y no correspondí al afecto si no fue movido por la lujuria; fui yo quien destruyó, volumen por volumen, la biblioteca de Alejandría, y también quien prendió fuego a las calles de Roma para componer una oda tan vana en versos que nadie la recuerda; a los que predicaron amor los clavé en una cruz de madera y sacié su sed con vinagre mientras me reía, ebrio del mejor vino que puede permitirse un miserable soldado, y más tarde, en su nombre, erigí un reino de mezquindad para mantener bien oculto su mensaje; si digo que no he pecado, miento; si confieso que he pecado, es solo para esconder una falta mayor; he vertido veneno en la copa de mi esposa y luego he chupado su lengua; he sepultado los cuerpos que no quería que nadie viera para luego jactarme de que yo los había matado con mis propias manos; oscurecí los mares seducido por mi codicia; deshice la tierra entre mis manos solo para comprobar si era posible sembrarla con sangre; he robado a los ricos para dar de comer a los pobres, lo cual me obligó a robar a los pobres para darle de comer a los ricos y que no se volviera a repetir el error; he soñado con mundos posibles (puesto que los he podido imaginar) mientras a mis pies encendían la pira en la que arderían fantasías que ya nadie escucharía en este mundo tan benditamente lleno de misterios; ello he llevado la verguenza a mi familia y el deshonor a todos los uniformes; he traicionado a mi patria, y no me importaría volver a hacerlo las veces que fuera; he vendido a mis hijos descuartizados en los mercados, y lo que gané lo invertí en engendrar más vástagos para mantener a flote mi lucrativo negocio; he dicho siempre que sí; he dicho siempre que no; mi rostro es solo la máscara que oculta la falta de virtud alguna; mi sombra me desobedece pero me reclama mientras siento cómo actúa por su cuenta; todas mis lágrimas están vacías; soy el primer desertor en cada batalla; he despreciado a reyes y reinas, pero lo hacía mientras me inclinaba ante ellos; fui yo el que intercambié el zapato de Cenicienta para que el príncipe pudiera casarse con una farsante, cuyo linaje ha ocupado todas las casas reales; he contestado a todas las preguntas, pese a no poseer ni una sola de las respuestas..."